En los últimos meses se ha vuelto cada vez más común encontrar en redes sociales imágenes y animaciones generadas por inteligencia artificial que evocan el inconfundible estilo visual de Studio Ghibli. Bosques encantados, personajes de ojos grandes y expresiones nostálgicas, fondos pintados con pinceladas digitales que remiten a películas como Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro.
Esta tendencia plantea interrogantes relevantes desde el derecho de autor, la propiedad intelectual y el campo más amplio del derecho informático.
Por un lado, es cierto que el “estilo” artístico no tiene una protección autónoma en la legislación vigente. La ley no protege un estilo gráfico en abstracto, sino obras concretas. Sin embargo, cuando ese estilo se manifiesta a través de elementos reconocibles —composiciones visuales, paletas cromáticas, siluetas, climas estéticos— que se reproducen de manera sustancial, el resultado puede configurar una obra derivada no autorizada.
Esto cobra especial relevancia en el caso de obras generadas por inteligencia artificial, especialmente cuando los modelos han sido entrenados con datasets que incluyen imágenes protegidas por derecho de autor sin consentimiento. Si el resultado es identificable como parte de un universo visual previamente protegido, no solo se abre el debate ético, sino también el jurídico. Esto podría constituir una infracción a los derechos de autor, uno de los ejes que abordamos en nuestra práctica de Propiedad Intelectual.
Además del derecho de autor, es importante considerar la protección que brindan las marcas y el diseño industrial. Studio Ghibli —como muchas otras productoras— protege no solo sus obras, sino también su identidad visual. Incluso sin que aparezcan personajes específicos, el uso de una estética fuertemente asociada a una marca puede constituir un acto de competencia desleal o una forma de confusión en el mercado, sobre todo si se vincula a estrategias de marketing o posicionamiento de marca.
La cuestión se vuelve más compleja cuando el uso de estas imágenes no es directamente comercial, pero sí forma parte de una narrativa de marca, genera engagement o atrae audiencias como parte de una estrategia digital. En estos casos, incluso sin ánimo de lucro inmediato, puede haber una finalidad comercial indirecta jurídicamente relevante.
Estamos, tal vez, ante una de las tantas etapas de transición legal frente a una tecnología disruptiva. Como sucedió en el pasado con la aparición de los reproductores caseros, la fotocopia, el peer-to-peer o las plataformas de streaming, los marcos normativos tienden a correr por detrás de los avances tecnológicos, y durante un tiempo reina cierta ambigüedad.
En este contexto, muchas iniciativas creativas se desarrollan en un terreno gris: no estrictamente legal, pero tampoco claramente ilícito. Esa ambigüedad es, al mismo tiempo, una oportunidad y un riesgo.
El interrogante queda abierto: ¿cuándo la inspiración se transforma en infracción? Y, mientras tanto, ¿cómo deberían posicionarse las marcas frente a esta nueva frontera entre lo creativo, lo automatizado y lo jurídicamente incierto?
El análisis de IA y derecho seguirá exigiendo respuestas cada vez más matizadas, a medida que la tecnología avance más rápido que la regulación.